Rituales Violentos I

No puedo ver nada, pero la oscuridad no me impide reconocer mi entorno. Escucho agua correr, algo débil, pero notoriamente cercana. Su vapor toca mi cara y el sudor empieza acumularse sobre mi frente y mis sienes. Intento moverme, pero unas ataduras invisibles me lo impiden. Estoy erguido, puedo sentir el peso de mi cuerpo en la planta de mis pies, que se mojan lentamente con el tibio correr de la fuente, pero no estoy seguro de si todavía poseo mis demás extremidades.

De repente, mi brazo es estirado contra mi voluntad. Tieso como una piedra, siento como el agua caliente se acerca a mi muñeca, a punto de tocarla. Intento gritar, pero el embrujo de mi petrificación no cede; intento llorar, pero el miedo y la desesperación no son capaces de atravesar mis ojos; intento relajarme para escapar del inevitable sufrimiento, pero mi mente está comprometida con el inminente dolor, en el fondo sabe lo que le espera.

Algo se apoya en mi muñeca, algo muy frio. Toca mis tendones estirados, que se oponen a su presencia. Lentamente va apoyándose con más fuerza, empieza a picar. La presión se concentra en una delgada superficie, empieza a doler. El dolor es punzante, ahora arde. El dolor penetra y por un momento siento como mi piel ya no resiste, sino que abraza. Un movimiento rápido transforma el punto del dolor en un enorme trazo. Algo se libera.

Un rayo atraviesa todos mis músculos, escucho un grito ahogado dentro de mí, millones de hormigas surgen de la tierra y envuelven mi cuerpo, sus mordeduras están debajo de mi piel, mi abdomen se vuelve piedra y mi estómago intenta regurgitar su interior, vuelvo a sentir mis dedos cuando gritan en busca de ayuda, mientras el resto de mis miembros solo pueden vibrar en confusión. En la oscuridad, mi mente se eleva cuando mis ojos rotan hacia su interior, desapareciendo en la nada mientras es acogida por todo lo que desconoce.

Por solo un segundo, hay silencio.

Abro los ojos y al ver el corte en mi muñeca abandono mi papel. Ya no soy captivo, soy el captor; ya no soy la víctima, soy el victimario.  Al otro lado de mi torso, mi mano deja caer la maquinilla de afeitar en el empapado suelo. Miro con apatía mi nueva herida, sentada orgullosa como el más reciente trofeo sobre la colección de cicatrices en mi brazo. Cierro mi puño sintiendo un dolor punzante a medida que mis ligamentos aparecen tras mi piel, invocando la emergente sangre, que corre desesperada por su protagonismo en mi ritual. La veo manar lentamente de mi corte e inundar el área, para luego escurrir por mi antebrazo y terminar goteando en la cúspide de mi codo.

Acerco mi muñeca al flujo de la ducha y una calma infinita me invade al ver mi sangre caer por el agua, correr por el piso mojado y fluir con el sereno caudal hacia el drenaje, donde todo aquello que estaba dentro de mí abandona mi cuerpo y entra en un hoyo negro para dejar de existir. El líquido surca la tina y deja una senda desde mis pies hasta la infinita oscuridad, permitiéndome rastrear el camino por el que mi vida lentamente me abandona.

  Una vez fuera, seco mi herida con la toalla manchada por mis diarios pecados y oculto mi cruenta colección bajo las mangas de mi camisa, terminando mi ceremonia matutina. Antes de ir por mi desayuno, me miro al espejo y sonrío, sabiendo que cada vez que veo mi propio rostro me confundo entre el etéreo miedo de la víctima y eterno placer del asesino.

Anterior
Anterior

El Testimonio de Longinus

Siguiente
Siguiente

Recorrido habitual