El Testimonio de Longinus

Lo vi por un largo tiempo.

Vi su rostro de hombre palidecer.

Vi su cuerpo entregarse a la multitud iracunda.

Las mujeres lloraban y besaban sus pies, mientras sus miembros aún se encogían cuando los labios de sus seguidoras tocaban los clavos.

La sangre que no alcanzaba a coagular en su cabello se escapaba. Daba un salto desde su corona, como una rojiza cascada cayendo desde su cumbre, hasta tocar la seca tierra que Él llamaba prometida y yo llamaba prisión.

Vi sus ojos hinchados por el llanto y los golpes. Una mirada que podía sentir penetrar en mi ser, pero la cual ignoré al sentirme avergonzado por su atención.

Vi los clavos atravesar sus palmas y penetrar en la madera; el sombrío espectáculo donde el hierro del hombre atraviesa la carne de su hijo, para hundirse en las tablas de la naturaleza y sellar ese pacto con la sangre que escurría por las hendiduras.

Vi sus piernas sostener su débil cuerpo, ese cuerpo de hombre en ayuno, que fue maltratado y humillado. Los débiles huesos de un hombre roto, que intentaban aliviarlo, por un instante, del horror de estar colgado en una cruz.

Me dieron la instrucción. Tomé mi lanza y quité de su punta la esponja que hace un instante había aproximado a sus labios. Di un par de pasos acercándome a su costado, aún con miedo de mirar sus ojos.

Enterré mi arma en su cuerpo, de un solo golpe y con decisión.

Un flujo tibio y constante inundó mi cara. Aunque intentase abrir los ojos no podía vislumbrar nada, ya que, más que el fluido entrando en mi vista, era una incesante lluvia de luz la que no me dejaba mirar los frutos de mi herida.

Entonces, aceptando ese calor que me abrazaba, lo vi una vez más. En su lecho de muerte, en su cuerpo mutilado, en la infinita tragedia de un hombre justo, me atreví a verlo a los ojos. Con la mirada fija en mí, hallé el rostro de un hombre muerto, mientras el agua que emanaba de sus heridas limpiaba toda la sangre que mi uniforme alguna vez tuvo.

Entonces el horror se transformó en gloria, cuando contemplé a Jesucristo.

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