La más bonita

Se escuchaba un rumor en la fila hacia la pequeña sala que había sido transformada en un amateur estudio fotográfico. Las niñas se miraban unas a las otras, fijándose en cada detalle de sus caras. La pestaña caída, el rímel corrido, esa pequeña pincelada de rouge de más. Un poco de rubor, un poco más de sombra. El tráfico de colores de delineador recorría todo el largo de la cola. Azul, naranjo, café, rojo, plateado. ¿Ese es negro? Sí, pero negro mate. Pinceles, escobillas, brush, para acá, para allá, la partidura, la chasquilla. Con arito, sin arito. ¿Una perla o uno dorado? Mira este collar es más bonito, o este choker negro, qué importa loca si no se va a ver con la blusa ¿Me falta algo? Ayúdame a sacarme este pelo de la pera con la pinza. Si mojas un cepillo de dientes en agua con un poco de tonificador, y después presionas las hebras, puedes hacerte pecas falsas.

Agotador. Emocionante, pero agotador.

Ese día las mochilas de las alumnas no tenían cuadernos adentro, solo planchas para el pelo, onduladoras, secadores y cepillos varios. Sprays para el frizz, aceites para el brillo, protectores solares. Una zapatilla para enchufar varios equipos al mismo tiempo, el secador, la Revlon, ¡¿Weona, tienes una Dyson?!

Ese día los baños estaban más llenos que nunca, para la mala suerte de todas las estudiantes más pequeñas, que, mirando a sus compañeras, fantaseaban con el día en que ellas llegarían a cuarto medio y les tocaría tomar su foto. Iban en grupo, obviamente, y ocupaban todos los espejos, peleando por un pequeño espacio de reflejo para poder dibujar el perfecto ojo de gato, y no dejar una pintura abstracta en la cara por error.

Ese día el pasillo donde estaban las salas de los cursos superiores estaba vacío y en completo silencio. Todas estaban arreglándose, probando estilos nuevos, cuidándose las carteras y las chaquetas, y aprovechando de tomarse algunas selfies antes de la foto oficial.

Ese día, nadie había visto a Vanesa.

Vanesa Jara era una de esas alumnas que pasaba desapercibida por ser muy callada, pero destacaba por su peculiar aspecto. Entre las compañeras la identificaban porque veían una gran mata de oscuro pelo rizado pasear por entremedio de los escritorios. Las más crueles le decían que era un metro y medio de pura estática y rabia. Ella se enojaba, pero sentía que era muy tonta para pensar una respuesta ingeniosa a los insultos y muy débil para pelear de vuelta. Debajo de las holgadas ropas que siempre usaba había un cuerpo esqueléticamente delgado, con pocos atributos para llenar los vestidos y trajes de baño que las demás niñas usaban, y una piel trigueña llena imperfecciones, marcas y cicatrices, especialmente en sus brazos. Mientras sus amigas tenían fotos provocadoras frente a espejos que guardaban para enviar a sus más atrevidos pretendientes, ella guardaba esas imágenes para si misma, para inspeccionar y analizar minuciosamente cada esquina de su cuerpo que no le gustaba, cada trozo de piel que veía fuera de lugar, y cada aspecto de su persona que creía era necesario desaparecer.

Lo que para todo el mundo era obvio, menos para Vanesa, era que esta terrible mirada negativa que tenía sobre si misma era heredada. Su madre, Jimena, era una de esas personas que recuerda los años colegiales como si fuera la edad de oro de su propio imperio romano, y, en un intento de no dejar ir ese pequeño gustito de gloria, mantenía en su personalidad las actitudes engreídas y vanidosas propias de un adolescente, esperando que alguien la vuelva a reconocer como una líder social. Esa sed de reconocimiento la llevaba a estar muy involucrada en todo lo que pasaba en el colegio. Era presidenta del centro de padres, siempre se ofrecía para formar parte de todo tipo de comités organizadores y era la animadora oficial de la kermesse todos los años (y no se preocupen, ya le había asegurado al director que una vez su hija se graduara, ella aún estaría disponible para ese rol). Las otras madres del colegio la llenaban de elogios, pero a sus espaldas comentaban el disgusto que producía su necesidad de atención, sobre todo después de que, en la última reunión de apoderados, el pasillo susurraba que los dos divorcios del curso eran culpa de “esa rompe-hogares”.

Todo lo que Vanesa odiaba de sí misma, lo había aprendido de su mamá. Hija te dije que no comas más cosas con azúcar, tienes que hacer la keto como yo. No me saques mis labiales, si sabes que a ti no te quedan bien. Vane, para qué te vistes como puta si sabes que nadie te va a pescar. Mi amor ¿por qué no se pone algo en la cara para sacarse lo fea? Ya déjate de llorar, si no es difícil encontrar pololo, yo tenía miles. Lo que pasa es que tú ni tratas de arreglarte. Escóndete esas orejas niña que pareces elefante. Yo no me enojaba antes de que tú nacieras. Vane nadie te va a querer si no creces un poquito, no hay de donde agarrarte. Arréglate ese pelo horrible o va a venir un pájaro a hacer un nido en tu cabeza. Yo puedo dejar de quererte cuando se me dé la gana, pero tú me lo debes todo a mí. Mira encontré esta clínica que hace botox barato, para que te arreglemos esa cara chupada que tienes. Si de verdad me quisieras simplemente harías lo que te digo. Yo te hice tan linda a ti, ¿cuándo te afeaste tanto? Mijita guardemos esa plata mejor y así la ahorramos para operarle la nariz de tucán. Yo solo te digo la verdad porque te quiero hija, y una tiene que ser objetiva y realista en esta vida.

Jimena decía que quería a su hija, pero no se notaba.

Como es de esperar, la instancia de la foto de cuarto medio era muy importante para Vanesa, y por lo mismo no le contó a su madre cuando la harían. No quería tener la presión extra de la mamá helicóptero estresada porque su niña seria inmortalizada en la historia del colegio como una adolescente horrible (o, quizás, tenía miedo de que en el fondo no le importara).

Llegó esa mañana junto a todas sus compañeras y dejó su bolso en su escritorio. No venía tan cargada como las demás, su set de maquillaje era pequeño en comparación al resto, y traía un gorro de lana para tapar su pelo, cosa que todos creyeron era porque se estaba haciendo un tratamiento capilar desde anoche y no quería soltarlo aún. Se quedó en su asiento, haciendo como que escribía en su celular, mientras todas las compañeras iban al baño. Estaban tan acostumbradas a ignorarla que ni siquiera se daban cuenta de que estiraba las manos por debajo de la mesa y alcanzaba los bolsillos de sus demás compañeras. Sabía perfectamente a quienes debía localizar y qué productos debía tomar de cada una. Había revisado por semanas cientos de fotos de redes sociales para determinar cuáles eran los accesorios de belleza predilectos de cada una. Victoria, el delineador azul; Valentina, el rímel XXL; Viviana, los aritos dorados de luna; Vania, el beauty blender denso para la base; Verónica, el labial carmín plump. Todas tenían su pequeño tesoro facial, pero hoy iban a tener que compartirlo, quisieran o no. Cuando todo el curso se había retirado de la sala, Vanesa instaló su propia estación de trabajo al fondo de ella. Hace una semana le había quitado el fondo y el piso a cuatro casilleros contiguos que nadie estaba usando, armando una pequeña salita donde podría esconderse y hacer su ritual tranquila. Colgó algunos lienzos desde las esquinas de los lockers con la ayuda de una potente corchetera industrial, y cosió con hilo y aguja algunas hendiduras que se creaban entre ellos. Se puso una bolsa de basura sobre el cuerpo, y con el cuchillo filetero que había traído desde su casa, hizo un agujero para poder pasar la cabeza. Con el mismo instrumento hizo un pequeño corte en uno de los lienzos y colgó en él un espejo mediano de tocador, con el aumento perfecto para revisarse la cara y aplicar maquillaje. La estación estaba lista y su uniforme protegido. Preparada para no manchar nada y con todas sus herramientas a mano, se sentó a esperar.

De vuelta en la fila para tomarse la foto, aún había un murmullo. Ya había pasado la mitad de la jornada, era casi la hora del recreo del almuerzo, pasaron toda la mañana arreglándose y preparándose. La ansiedad tenía preocupadas a las alumnas. La inspectora Alicia las hizo enderezar la hilera. Enumérense. Uno, dos, tres, cuatro, ¡Salte! Risas. De nuevo niñas. Uno, dos, tres...

-Profe, falta gente.

-¿Cómo?—respondió Alicia confundida.

-La Vero fue a buscar algo.

-Sí, la Vale igual, se le quedó el rímel regalón en la sala.

-Pero hace rato.

-La Vania y la Vivi también se devolvieron. Yo creo que se quedaron arreglándose en la sala.

-La Vicky las fue a buscar, obvio que se les pasó la hora copucheando.

-Ya, quédense aquí en fila, las voy a buscar y partimos—dijo la inspectora, un poco agotada de la interminable ordalía que había significado este día.

En el camino a la sala de clases donde las alumnas habían dejado sus cosas, Alicia empezó a temer que el retraso de las cinco jóvenes significara otro retraso en la actividad. Nunca sabía qué esperar cuidando y formando este grupo de mujeres pubertas. Los dramas abundaban entre las compañeras, desde los líos amorosos, hasta el incansable abuso psicológico que se hacían unas a otras con insultos pasivo-agresivos.

Era especialmente preocupante la ausencia de estas cinco estudiantes porque, si bien no se llevaban especialmente mal entre ellas, solían tener roces debido a que todas eran conocidas por ser atractivas. Victoria y Valentina, por ejemplo, tuvieron una gran pelea a principio de año porque un jovencito se les había declarado a ambas el mismo fin de semana (el niño creyó que, al no ser amigas, no se enterarían jamás, demostrando la ingenuidad tan característica de su género). El primer instinto de las dos fue insultarse y llamarse distintas variaciones del oficio prostitutivo, pero, después de la intervención de algunas profesoras, pasaron un tierno momento de aprendizaje sororo, que partió con piropos superficiales (como los lindos ojos claros de Valentina y el pelo bien cuidado y liso de Victoria) y terminó con importantes declaraciones de admiración por la inteligencia de una y la generosidad de la otra. “Y niñas” recordaba Alicia que les había dicho “si hay algo por lo que no vale la pena pelearse en esta vida, es por un hombre”.

Pero las otras tres compañeras no se quedaban atrás en cuanto a conflictos. Verónica sufría regularmente de mucho acoso dentro del colegio debido a su orientación sexual. Viviana y Vania de hecho eran parte de quienes hacían su vida en el colegio mucho más difícil. El año pasado, un par de semanas antes de que Verónica saliera del closet, se hartó de que las dos amigas le insinuaran que veía con deseo a sus compañeras en el camarín. La pelea de gritos que se generó afuera del gimnasio había sido, honestamente, bastante espectacular. Alicia no podía evitar reír cuando recordaba su parte favorita:

-¡Y AUNQUE ME GUSTARAN LAS MINAS NO TE PESCARÍA, CON LA CARA DE CHANCHA INFLADA QUE TE GASTAI’!—le gritó Verónica a Vania.

-¡NEGRA DE MIERDA QUIÉN SE VA A METER CON VO’, MENOS MAL ERI’ LELA PORQUE TE CABEN TRES PICOS EN LA BOCA!—intervino Vivi.

-¡VO’ NO TE METAI’ GUATONA CULIA’ SE TE ESCAPAN LAS TETAS DEL SOSTÉN!—respondió Verónica.

Ahora rememoraba con humor el incidente. De hecho, el insulto “cara de chancha inflada” siempre le sacaba una sonrisa cruel, porque Vania efectivamente era cachetona y tenía una nariz respingada, pero eran facciones bonitas de las que la niña estaba orgullosa, y le sorprendía cómo su compañera tuvo la astucia y creatividad de transformarlas en un insulto.

Las cosas se apaciguaron bastante una vez Verónica asumió su sexualidad y las compañeras se disculparon por las cosas que le habían dicho (el abuso perdió la gracia cuando se dieron cuenta de que en verdad estaban discriminando a una persona homosexual, y no simplemente molestando por no saber disimular una curiosidad latente que todas tenían), pero en su minuto la pelea fue un momento sumamente estresante y por eso temía que algo así estuviera pasando en la sala donde estaban reunidas las cinco alumnas.

Pero, había algo más que preocupaba a Alicia. A pesar de que las jovencitas en la fila no se habían dado cuenta (o quizás lo omitieron a propósito, pueden ser tan crueles a veces), había notado que tampoco estaba Vanesa. Sospechaba que se había quedado atrás mientras todas se arreglaban, pero cuando fue a revisar el aula estaba vacía. Esa pobre niña tenía unos problemas de autoestima gigantes. ¿Y cómo no? Con esa mamá narcisista, que se mete en todo, intensa como ella sola. Era cierto que era guapa la señora, y la hija no le había salido tan agraciada, pero era insólita la forma en que la comparaba constantemente. Todas las mujeres saben lo mucho que les carga que las comparen entre ellas, un viejo retazo de la competencia por atención masculina que siglos de educación patriarcal había (y seguían, en buena medida) instalado en su cerebro. ¡Y la vieja insistía en hacerlo todo el rato! Obviamente la Vane iba a estar nerviosa hoy, quizás qué cosas le había dicho su mamá en la casa. Ni siquiera es como que fuera muy inteligente (esos sueños de estudiar medicina no se veían muy posibles), o muy simpática, o muy canchera, o muy rebelde para sopesar todos los traumas que tenía con su físico. Había sufrido durante años un ataque constante a su personalidad y su aspecto, y estas cosas habían roto su espíritu. Tenía amigas, no era totalmente antisocial, pero claramente no había podido desarrollar mucha personalidad ni confianza para contarles cómo se sentía. Solo se notaba que estaba derrotada y no creía que valiese la pena esforzarse cuando sabía que nunca cumpliría las expectativas de esa mamá exigente.

Pobre Vanesa, pensaba la inspectora.

De repente, un rayo de esperanza en su imaginación. ¿Y si en la sala no había drama? Oh bueno, sí era drama, pero no hostilidad. Quizás la ausencia prolongada de estas seis alumnas no era porque se estuvieran agarrando de las mechas después de llevar horas cuidándose el pelo. Quizás las cinco mujercitas lindas habían encontrado a su compañera llorando, preocupada, ansiosa y al borde de un ataque de pánico por una simple fotografía. La habrían ayudado. Podían tratarse como perras cuando estaban peleadas, pero si se trataba de ayudar a una mujer con inseguridad, sabrían dejar de lado sus diferencias y subirle el ánimo a esta joven. Todas sabemos lo que es sentirse fea, sentirse denigrada, con un millón de voces resonando en la cabeza que nunca serás suficiente, que todas tus imperfecciones se van a quedar ahí para siempre, y que, hagas lo que hagas, nadie va a aguantarlas. Que por todo eso que eres, nadie te va a querer. No del todo.

Quizás, en ese acto valiente de empatía, las cinco compañeras, que en la mente de Vanesa deben haber sido unas diosas de la belleza, la habrían llenado de elogios, de palabras de apoyo. ¿Yo? Debe haber pensado. ¿Linda yo? O sea, si todas estas mujeres fantásticas me están diciendo que soy linda, tiene que ser verdad. Quizás el encuentro inesperado entre estas viejas enemigas y la tragedia de inseguridad humana había hecho que aflorara entre ellas un espíritu de sororidad que empujaría más arriba a la que sentía que estaba más abajo. Eso quería creer Alicia, que llegaría a la sala a encontrarse con un milagro de feminismo, resiliencia y comunidad. Entraría y las vería a todas de rodillas y abrazadas, y ella las abrazaría también en un acto de honesto cariño por su género.

Entró a la sala.

Y no era así.

La sangre empapaba el piso, se hundía entre las grietas de las viejas baldosas y empapaba los bolsos de las alumnas. El aire olía a hierro, alcohol y perfume. Los casilleros del fondo estaban desordenados y había rastros de una pelea entre los charcos carmesí del suelo. Pedazos de piel tostada flotaban sobre la corriente roja que recorría los pies de los muebles. En medio de los escritorios, sobre seis mesas conjuntas, reposaban cinco cuerpos apilados. Todos degollados, algunos más desfigurados que otros, uno de ellos con el torso descubierto y despellejado. Sobre ellos una figura humana retorcida, desnuda de la cintura para arriba, trabajaba en la cara de una de las muertas. Cuando escuchó la puerta de la sala abrirse, se dio vuelta.

Alicia, con un grito ahogado y los ojos inundados de lágrimas, vio a Vanesa. Pero no era Vanesa, era solo horror.

Coronaba su cabeza una cabellera larga y lisa, pero a lo largo de su frente se veía una corona de corchetes que sostenían esta peluca sangrienta. El pelo de Victoria.

La sangre caía y circulaba alrededor de dos pares de ojos claros semi mutilados, uno de ellos a medio coser sobre una cuenca ocular hueca y sangrienta, aun con una aguja y un hilo negro colgando sobre uno de los puntos. Los ojos de Valentina.

Como lágrimas rojas el líquido seguía corriendo y se deslizaba por pronunciados pómulos bordados sobre la tez, como si fueran parches de género, y una nariz respingada pero deformada por un montón de heridas hechas con una engrapadora, en un claro intento muy difícil de sostenerla en su lugar. Era toda la sección media de la cara de Vania.

Todo lo que lograba caer bajo la nariz llegaba a unos gruesos labios oscuros, también claramente cosidos de forma rudimentaria, llenos de yagas y no del todo alineados correctamente, dejando mostrar unas encías sangrantes y unos dientes expuestos. Los labios de Verónica.

La sangre que se derramaba de la cara, mezclada con lágrimas, mocos, saliva y otras sustancias que no podían evitar emanar del cuerpo, escurrían por el cuello y bajaban hasta el escote, recorriendo un esternón rodeado de dos pechos deformados, estirados y engrapados al torso de la figura que se erguía sobre la torre de sus víctimas. Los senos de Viviana.

Con el cuchillo filetero en una mano, temblando en cada una de sus extremidades, hizo un sonido agudo, como si le costara respirar, intentado formar algunas palabras con la nueva boca que no podía dominar bien.

-Todavía no inspectora—dijo mientras escupía sangre—debo tener la más bonita de todas las fotos.

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