El gordo René
Entre las 9 y las 10 de la mañana llegó la llamada de emergencia de la enfermera Marisela Santibáñez. Trataba de entrar a la habitación de su cliente, René López-Castro, un hombre con obesidad mórbida y movilidad reducida. Tenía llaves del departamento, pero no de la pieza, y no se explicaba cómo es que estaba cerrada por dentro. Don René no contestaba a la puerta ni su teléfono celular, su cuidadora concluyó que su desmedido sobrepeso había finalmente acabado con sus arterias. Tras atender el llamado, la unidad de emergencia del servicio médico general confirmó las sospechas: el hombre había fallecido mientras dormía, víctima de su titánico porcentaje de masa corporal, que terminó por hacer que colapsara sobre sí mismo.
Durante los siguientes dos días el edificio se vio atisbado de reporteros y curiosos. El señor López-Castro se volvió una pequeña celebridad algunos años antes, cuando la prensa se enteró que el hombre más gordo del mundo vivía en Chile. Ahora que estaba muerto, se convirtió en la última novedad de matinales y noticieros livianos, que recorrían el edificio de San Miguel donde vivía, recolectando impresiones de los vecinos y anécdotas sobre cómo era vivir cerca de tal magnitud de ser humano. Pronto los periodistas se dieron cuenta de que sus cohabitantes no tenían mucho que aportar, ya que, debido a que su cuerpo estaba totalmente postrado, René no salía de su casa.
Pasada la novedad contingente, el caso de René López-Castro se volvió un dolor de cabeza administrativo. No tenía parientes cercanos vivos, era hijo único nacido de una pareja de hijos únicos, nacidos, a su vez, de hijos únicos cada uno, y durante su vida nunca había contraído matrimonio. Los pocos amigos con los que contó alguna vez se habían olvidado de él hace mucho tiempo, cuando su sobrepeso lo llevó a ausentarse de la mayoría de las citas sociales. Tampoco contaba con compañeros de trabajo, ya que la poca fortuna que tenía la ganaba a través de inversiones que manejaba en línea, desde su teléfono inteligente. Verdaderamente la única relación con la que contaba era su enfermera, quien había sido contratada hace poco más de un mes, ya que aparentemente René estaba obsesionado con la idea de mantener una rotación constante de sus cuidadores.
Por esta falta de herederos, todas las posesiones y asuntos terrenales respectivos al último López-Castro quedaron a cargo de la única persona con la que aún cuenta un ser humano que ha abandonado toda clase de compañía: sus acreedores. En efecto, los bienes que poseía René fueron adquiridos por el Banco con el que mantenía una deuda por un crédito hipotecario utilizado para la compra del mismo departamento en que había fallecido. Naturalmente, el inmueble también fue reposeído por la institución financiera. Como no existían personas que defendieran los intereses del desahuciado, estos temas administrativos se resolvieron tan rápido como la impresión de papeles lo permitió. Quizás lo más sorprendente de todo el expedito proceso fue que, contra todo pronóstico, don René no mantenía deudas con ningún centro ni profesional médico.
Tras resuelta la cuestión sucesoria de los bienes, creció en el Banco un rápido interés por recuperar el espacio que estaba ocupando el muerto, que era justamente el mayor problema: el cuerpo aun yacía dentro del departamento. Nadie había tramitado los ritos fúnebres de Don René. El servicio médico legal lo había declarado muerto el día en cuestión, pero no habían retirado al difunto, ya que, sin conocer la soledad que sufría, pensaban que algún familiar habría contratado una funeraria para trasladarlo. Cada servicio administrativo morturario intentaba extender la responsabilidad al otro, ya que la remoción del cuerpo era un problema sumamente complejo. Los más de 800 kilos que pesaba René López-Castro estaban suspendidos en una cama especialmente diseñada para él, que sostenía dos colchones tamaño California King y estaba conectada a un dispositivo electrónico que monitoreaba el peso del ocupante (un accesorio que la aseguradora de salud le exigió a René incorporar). Y a pesar de este enorme altar en el que reposaba el cadáver, aun así, algunas solapas de piel y grasa se rebalsaban y colgaban de los bordes de la cama.
Al quinto día desde la defunción de René, los vecinos del edificio empezaron a quejarse por los malos olores. A pesar de las puertas cerradas y el departamento clausurado, un distintivo hedor a cloaca se escapaba y recorría toda la comunidad. Los medios nuevamente se interesaron por el tema, lo que dio pie a que el municipio de San Miguel tomara cartas en el asunto. El primer intento de mover el cuerpo fue a través de un equipo de 6 funcionario de la alcaldía, cada uno trató de tomar el cadáver por alguna de sus extremidades o apoyar a los demás a localizar una extensión de piel que permitiera desplazarlo. Uno a uno los miembros del equipo fueron desistiendo, ya sea porque no encontraban las extremidades del hombre o porque no estaban seguros de que estaban agarrando. A pesar de todo, lograron mover el cuerpo un poco, pero no pudieron volver a ponerlo en su posición original.
El segundo intento de mover a Lopez-Castro fue con la ayuda de carabineros. Un equipo de fuerzas policiales llegó hasta la habitación, y antes de mover el cuerpo sacaron todos los muebles, para tener mayor área en la que operar. Diez personas se dispusieron para transportar los restos, se notaba que eran los suboficiales que estaban en mejor forma de toda la institución. Lograron levantar parte del cuerpo, identificaron donde estaban los pies y pudieron arrastrarlo hasta el marco de la puerta de la pieza. Les fue imposible maniobrar el peso muerto hasta hacerlo cruzar el umbral. Una vez se rindieron, no pudieron devolver los muebles a su lugar original, ni siquiera podían ver el piso de la habitación. Todo parecía piel.
La tercera jornada estaba llena de entusiasmo, y una gran multitud se acercó a la vivienda, había cámaras de televisión y reporteros radiales, todos esperando ver como finalmente podrían sacar al occiso de su residencia. A la cuadrilla de carabineros y funcionario públicos se habían sumado bomberos y un equipo especial de traslado del servicio médico legal, junto a algunos voluntarios de hospitales cercanos. Entre el público expectante se veían algunos trabajadores de funerarias, quienes habían venido especialmente a tomar nota del procedimiento, en caso de que alguna vez les tocase desarrollar un trabajo similar con un cliente de tamaño mayor.
Para esta ocasión, Carabineros había invocado a la caballería (literalmente), dos enormes potros de raza Shire entraron, con bastante dificultad, al edificio a través de las escaleras, y lograron subir al décimo cuarto piso y al departamento de René. Los animales llevaban grilletes agarrados a su montura. El plan era esposar los otros extremos a los pies de René y arrastrar el cuerpo hacia afuera de la vivienda. Además, los bomberos habían llegado horas antes para ensanchar parte de la entrada a la habitación. Utilizando sus hachas, rompieron el marco de la puerta y armaron un agujero de dos metros y medio de ancho, asegurándose de que fuera posible remolcar al muerto a través de él.
Una vez estuvo todo el operativo en el departamento, dos oficiales amarraron los grilletes al cadáver (aunque no precisamente a los pies, ya que no pudieron identificarlos) y un equipo de 35 hombres empujaron desde el otro extremo. La logística de la hazaña era complicada, ya que quienes empujaban al cuerpo desde atrás debían pisar el cadáver para posicionarse bien, y terminaban empujando al mismo tiempo que se apoyaban en él. Los dos sementales empujaron con fuerza e incluso llegaron a rayar el piso del departamento con su galope, pero finalmente las cadenas cedieron y varios eslabones se deformaron. Volvieron a intentar usar el arrastre de los animales, amarrando el cuerpo con varias cuerdas e incluso encerrándolo en una red de pesca, pero todos los cordones y cabos terminaban por romperse después de un par de empujones.
Así, el tercer intento solo logró rotar el cuerpo con un par de movimientos, pero no pudieron desplazarlo más que algunos centímetros, y ahora el inmueble se encontraba dañado. A medida que los miembros del equipo abandonaban el lugar, uno de los cabos que había trabajado en el operativo desde el día anterior notó algo inusual. No sabía si había sido por los sutiles cambios de posición que había sufrido el difunto o por algún efecto óptico ahora que la habitación tenía una pared derrumbada casi por completo, pero una de las manos de René ahora alcanzaba a asomarse por una de las ventanas del lugar, como si estuviera saludando al público que se había acumulado en la calle.
A estas alturas el gasto público estaba siendo exagerado para un simple traslado de cadáver, pero el espectáculo había sido tal que el público chileno estaba comprometido con la hazaña. Se había erigido una enorme animita en uno de los muros laterales del edificio, y los canales de televisión tenían equipos de reporteros estacionados en el lugar 24/7. En las esquinas del edificio se veía a personalidades del internet haciendo transmisiones en vivo contando sobre los operativos, instalando atriles y luces para sus celulares. En todas las ferias del país ahora se vendía mercancía con la fotografía de carnet que mostraba la cara de Don René, que se había filtrado en las redes sociales a través de una búsqueda en los archivos digitales del registro civil. El gobierno nacional ya había tomado nota de esta inusual historia y se había determinado que, por el bien de la nación, había que lograr la hazaña a como dé lugar, por un tema reputacional más que nada.
La cuarta arremetida contra el cadáver de René no sucedió hasta tres días después. Tras una negociación con el Banco que ahora era dueño del departamento, el Estado expropió el edificio entero y entregó soluciones habitacionales a los otros arrendatarios. Así, con plena facultad para disponer de la construcción, el gobierno decidió que la forma de sacar el cuerpo del señor López-Castro sería tirando abajo el muro exterior de la habitación en que descansaba, y retirando el cuerpo desde las alturas. Una grúa elevadora de brazo periscópico fue estacionada en el callejón lateral al edificio y tres técnicos de construcción fueron levantados hasta el piso 14, llevando rotomartillos demoledores de alta potencia. El más experimentado de los trabajadores levantó la herramienta y la sujetó contra la pared, dispuesto a destruir el bloque de concreto. Apretó el gatillo con fuerza, entendiendo que la estructura sería muy resistente, pero su trabajo se interrumpió casi de inmediato
La broca de diamante alcanzó a dar solo dos golpes cuando repentinamente el vidrio del ventanal de la habitación explotó. Los dos trabajadores cubrieron su rostro, pero la velocidad del estallido alcanzó a dañar sus brazos. Cuando volvieron a levantar la mirada comprendieron qué había sucedido. Era un hecho que ya se rumoreaba entre todos los que habían estado involucrados en la disposición del cuerpo de René Lopez-Castro, pero que nadie se había atrevido a enunciar en voz alta. El cadáver estaba creciendo, y cada vez que se intentaba remover, avanzaba aún más rápido.