No se turbe vuestro corazón
En el helado manto de la oscuridad, empapado por la derretida nieve sobre mi cuerpo, yací muerto. Perdí la cuenta de cuanto llevaba sin comer, mi estómago había empezado a consumirse a sí mismo, estaba muy deshidratado debido a la incontenible colitis que acarreaba. Mis heces corrían por mis piernas, dejando un terrible olor sobre mi cuerpo y una extrañísima viscosidad sobre mi piel que había logrado que mis ropas se pegaran a ella. Mi garganta estaba muy herida, la tos había terminado por dejar sus llagas tanto en mi tráquea como en mis pulmones, los cuales, llenos de sangre, no me dejaban respirar sin sentir un agudo dolor en mi pecho. Mis lánguidos pies ya no soportaban más el peso de mi cuerpo, y la negra piel congelada en mis extremidades ya no me dejaba sentir el suelo que me sostenía. Pasé mis últimas horas acostado en la acera junto a un edificio público, alucinando con espectros de mi familia.
Durante las semanas anteriores a mi muerte, vagué buscando refugio del frío y la lluvia. En el día mendigaba lo que pudiese en las calles, pero las personas se alejaban de mí por mi mal olor, mis ropas mal cuidadas y las evidentes imperfecciones de mi piel. Tampoco me atrevía a pedirles mucho, la guerra había dejado a todos en la miseria, los únicos con dinero eran inmigrantes vencedores que no estaban dispuestos a compartir su riqueza. En las noches recorría las ruinas de los edificios bombardeados, entre los escombros solía encontrar rincones bajo techo, en los que podía acumular el calor corporal.
Durante los meses previos a mi muerte, pasé hambre varios días seguidos, pero aprovechaba cuando sonaba la alarma de los bombardeos y las familias corrían a los refugios. La desesperación los tomaba por sorpresa, y me daba a mí un par de minutos para entrar a sus negocios y hogares a asaltar sus despensas. Volvía rápidamente a la choza que le construí a mi hermana bajo el puente, donde nos dábamos un festín, tal como los que imaginábamos usando platos llenos de piedras al jugar a la hora del té. Jamás aprendimos a racionar nuestras comidas, solo me di cuenta de lo importante que era cuando ella, a sus 4 tiernos años, murió comiendo las piedras que yo tantas veces le dije que eran pasteles sobre nuestra mesa, soló para intentar recordar el sabor de los postres.
Un año antes de morir, trabajé un tiempo recolectando botellas de vidrio y vendiéndolas en la calle, todo para llevarle un par de monedas a mi tía. No es fácil encontrar botellas íntegras entre los desechos de una ciudad en guerra, pero los pequeños cortes en mis manos dolían menos que los golpes y los escupitajos con olor a vino barato que mi madrina me daba tras un mal día de trabajo. Escapé la noche anterior a que una bombardeo destruyera el barrio, cuando mi hermana me confesó, mientras yo ponía agua fría en su ojo morado, que nuestra tía la golpeó porque ella se negó a tocarla entre las piernas de nuevo.
Dos años antes de que la guerra llegara a mi casa, antes de que mi padre fuera llamado al frente, antes de que mi madre fuera alcanzada por una bala perdida en ese primer ataque sobre la ciudad, yo escuchaba a un hombre de hábito blanco hablar sobre el futuro de mi espíritu, diciendo que, si confiaba en el hombre sobre la cruz y amaba a todos a mi alrededor, nada malo podría pasarme jamás.