En la nube
Se le ocurrió un día a Alejandro, por ninguna razón aparente, que él, en realidad, no existía.
Quizás en algún minuto sí lo hizo, pero ahora mismo, deslizando su dedo por la pantalla, viendo pasar foto tras foto, y video tras video, nació en el centro de su corazón (y se manifestó en el fondo de sus tripas) una pizca de duda. La incertidumbre de que, tal vez, el aire que circulaba por sus pulmones no era un fluido en movimiento, sino que ocupaba el espacio negativo que ahora mismo creía estar desplazando con su presencia, y en ese sofá, de hecho, no había nadie acostado.
Puede ser que alguna semblanza de existencia se hacía presente cuando hablaba con alguien más. Sospechaba que en su interacción con otras entidades, ya sea el íntimo abrazo fraterno o la fría transacción comercial, se manifestaban las señales de vida que hacían parecer que había un ser en su lugar; pero en la soledad de su espacio personal no se conjugaba la suma de esas partes y la ilusión daba paso a la verdad inaccesible: que no había Alejandro.
¿Dónde se había ido? ¿Estaba perdido y no lograba encontrar el camino de regreso? ¿O nunca estuvo ahí en primer lugar?
Miraba la pantalla y creía que esa podía ser la única vía de escape de su ser. En cada diminuto like, en cada distraída visualización, en cada pequeñísima interacción digital, una milésima de sí mismo lo abandonaba. Si veía un globito rojo en algún lugar de la pantalla, inmediatamente se dirigía a eliminarlo y dejar un nuevo rastro de sí en el infinito espacio cibernético. Su huella digital lo había estado consumiendo poco a poco, en ese rastro informático fue derritiendo su cuerpo y su mente hasta transformarlo en algo vacío; o peor, en nada.
Lanzó su celular contra el suelo inesperadamente. Se tocó la cara, solo para confirmar que seguía allí. Dos ojos, una nariz adiposa, incipiente barba, labios delgados y 28 dientes. Todo parecía en orden, pero había algo que simplemente no lo convencía. Se levantó de su asiento, tratando de controlar la abrumadora intuición de que cuando estuviera de pie se desvanecería inmediatamente atravesando el suelo. Se miró las manos, agarró el pelo, pellizcó su brazo, incluso pego una patada al aire. Nada raro… ¿o sí?
Había fisicalidad, pero por alguna razón no podía convencerse de que fuera real. Decidió probárselo en la interacción con su mundo. Fue hasta la cocina y prendió la llave del lavaplatos, haría una prueba sensorial simple. Sentía el flujo helado correr por su mano. Estaba aliviado, pero no del todo convencido. Decidió probar un poco más. Fue hasta la estufa y prendió el quemador más pequeño, acercó el reverso de su mano, escuchó como unos minúsculos pelos se chamuscaban, olió el indistinguible hedor del vello quemado y finalmente alejó su mano de un salto cuando sintió en su piel el calor insoportable. Okay, algo más calmado, pero quería asegurarse.
Caminó hasta su pieza y abrió el cajón de su velador, allí guardaba un set de costura, desde pequeño que él mismo arreglaba la basta de sus pantalones. Sacó una aguja número 9 y la enterró lentamente en su pulgar izquierdo, se aseguró de que la herida fuera profunda y sintiera un poco de dolor. Vio como emanaba una pequeña gota roja de su dedo, hasta que la tensión superficial del líquido no aguantó más y empezó a escurrir por su mano, su muñeca y su brazo, hasta llegar a gotear en la punta de su codo. Acercó su pulgar a su boca y pudo percibir el sabor ferroso de su sangre.
Volvió a respirar profundo, esta última había sido prueba suficiente. Confiaba en que sus sentidos daban fe de su existencia. Percibo, pienso y existo, ¿así era o no? La pequeña crisis de pánico sobre su propia ontología había terminado. Se rio, “¿cómo tanto?” pensó, burlándose un poco de lo ridícula que había sido su angustia y lo mucho que se había dejado afectar. “Pero definitivamente tengo que pasar menos tiempo en el celular, eso sí” se dijo para sus adentros. Este pequeño episodio había sembrado en él una semilla de tecnofobia, no podía ser que su dependencia de la comunicación digital le hiciera dudar de la vida real, de las cosas materiales.
Casi como si fuese invocado por su tren de pensamiento, empezó a sonar su teléfono. Volvió hasta la sala donde lo había dejado botado y lo recogió. Lo llamaba Alejandra, su gemela. Contestó usando su mano derecha, ya que tenía todo el brazo izquierdo manchado con sangre.
-¿Aló? ¿Ale?
-¡Jano! ¿estás bien?
-Sí, sí—respondió confundido, su hermana sonaba alterada--¿Qué onda?
-Ay nada. Me dio una de esas cosas donde sientes que algo le paso a alguien porque sí no más.
-Jajaja, tranquila, no pasa nada—dijo aliviado, reconociendo las extrañas sensaciones que conectan a los hermanos gemelos y no pueden explicar. Se enganchó el teléfono entre el hombro y la oreja mientras entraba al baño a lavarse las manos.
-Es que te escribí y no me contestaste, entonces me preocupé.
-Si perdón, no tenía el teléfono a mano. De hecho, igual me paso algo raro. Estaba viendo Instagram y—¡CLAC!
-… ¿Aló? ... ¿Jano? ¿Me escuchas?
Alejandro había dejado caer el teléfono, horrorizado con lo que encontró al levantar la vista del lavamanos.
En el espejo no había nadie.